By JORGE LUIS BORGES
AGOSTO 10, 2022
La lÃnea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de lÃneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verÃdico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mÃo, sin embargo, es verÃdico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oà un golpe en la puerta. Abrà y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopÃa los vio asÃ. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traÃa una valija gris en la mano. En seguida sentà que era extranjero. Al principio lo creà viejo; luego advertà que me habÃa engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no durarÃa una hora, supe que procedÃa de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolÃa, como yo ahora.
–Vendo biblias –me dijo.
No sin pedanterÃa le contesté:
–En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
–No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirà en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda habÃa pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decÃa Holy Writ y abajo Bombay.
–Será del siglo diecinueve –observé.
–No sé. No lo he sabido nunca –fue la respuesta.
Lo abrà al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografÃa, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versÃculos. En el ángulo superior de las páginas habÃa cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volvÃ; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Escritor argentino Jorge Luis Borges
Fue entonces que el desconocido me dijo:
–MÃrela bien. Ya no la verá nunca más.
HabÃa una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrÃ.
En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
–Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
–No –me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
–Lo adquirà en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabÃa leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podÃa pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrà con el dedo pulgar casi pegado al Ãndice. Todo fue inútil: siempre se interponÃan varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
–Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mÃa:
–Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
–No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
–Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
–¿Usted es religioso, sin duda?
–SÃ, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenÃa que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos dÃas pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la querÃa personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
–Y de Robbie Burns –corrigió.
Mientras hablábamos, yo seguÃa explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
–¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
–No. Se le ofrezco a usted –me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondÃ, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mà y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos habÃa urdido mi plan.
–Le propongo un canje –le dije–. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
–A black letter Wiclif! –murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
–Trato hecho –me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprenderÃa que habÃa entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que habÃa dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormÃ. A las tres o cuatro de la mañana prendà la luz. Busqué el libro imposible, y volvà las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropÃa.
Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedÃa el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendà que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibÃa con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentà que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompÃa la realidad.
Pensé en el fuego, pero temà que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leÃdo que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestÃbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.